sábado, 17 de marzo de 2012

El cocinero del infierno

Nací en un pueblo pobre muy cerca de la prisión de la ciudad. Le llamábamos en aquel entonces: “El pueblo de los verdugos”. El porqué es sencillo, casi todos los habitantes ofrecíamos nuestro trabajo a la prisión por la cercanía a ésta.
Un pueblo que vive cerca de una mina, todos serían mineros. Un pueblo que vive cerca de una gran obra, todos serían obreros. En nuestro caso era un poco diferente pues éramos varios: guardias, intendentes, cocineros y demás.  El pueblo de los verdugos era un nombre tangible que nos etiquetaba a la perfección. Trabajábamos para ser aquéllos que guiaran el paso de esos seres miserables  que,  por alguna u otra razón estaban allí. Seres miserables esperando su final, matando el tiempo pues sólo hay tiempo para degollarlo y torturarlo. Yo entré muy joven a la prisión como un verdugo indirecto más. Recuerdo bien que no había cumplido aún la mayoría de edad cuando mi padre llegó a casa vociferando: -Te he conseguido empleo para dejes la vagancia-. Para él ser vago era estar todo el día en casa matando el tiempo.  Analogía con los habitantes de la prisión, ellos matando su tiempo. Yo matando el mío a la distancia en libertad condicional. Estaba atado a un destino fiel para toda mi vida. Mi primer día en la prisión fue como el de la mayoría de mis vecinos: bien temprano acudí con mi padre a las murallas grises de la prisión. Todos afuera  con frío, algunos desayunaban cualquier alimento más o menos apetecible al ojo. Otros conversaban mientras pasaban humo por sus pulmones. Yo estaba parado junto a mi padre, mientras el lodo hundía un milímetro más mis zapatos. Entrando a la prisión todos pasamos a ser los verdugos indirectos, unos más; otros menos. Cuando era muy niño yo jugaba a unos metros de ésta y observaba fijamente a los oficiales con sus grandes escopetas paseándose por las murallas grises. A mí no me daban temor, no sabía ni que esas cosas podían hacer daño tentativamente. Yo me imaginé que ése sería mi trabajo, sonreí por dentro mientras el capataz o jefe nos gritaba las actividades del día: -¡Un día más cabrones!- ladraba mientras yo veía las paredes húmedas, el olor a prisión que es verdaderamente indescriptible y rostros morenos, todos sin semblante. Después de todo el discurso mi padre me llevó con el jefe. Nos presentó y me barrió con las pestañas. Sólo dijo: -Estarás en la cocina hijo-. No, no sería guardia ni alguien armado. Sería un simple ayudante de cocina. Estaba bien por ahora, pensé mientras el frío se metía por los pies, helándolos duramente. Mi padre se separaría para hacer sus labores de intendencia, cuando menos éste no sería más que yo durante la estancia laboral en prisión. Comencé el día sin saber qué tipo de seres miserables habitaban allí ni por qué o los porqués de su estancia. Mi jefe en la cocina era un tipo gordo, casi no hablaba y todo el día tenía las manos como viejo por el contacto con todo tipo de líquidos. El olor del sitio  era caldoso con mezcla de grasas y jabones. La cocina del infierno le decían a mi lugar de trabajo, era el sitio donde le preparábamos el bocado a los diablos. Existía una pequeña ventana que daba una vista al patio, donde se encontraban los internos de la prisión, los mismos seres miserables que mataban su tiempo. Yo mataba al mío a diferencia de que tenía una remuneración. Se acercó el encargado de la cocina diciéndome: –El tipo que ves sobre el tubo cometió más de veinte homicidios-, -Ése, el que está riendo con los otros, el moreno. Ése es un ladrón de primera-. Conocía a todos, me contó la historia resumida de cada uno. Como si él los hubiese moldeado a conveniencia con la mirada pasando los años. Cada historia era una infierno diferente narrada por el cocinero. –Yo doy de comer a estas bestias… - concluyó mientras arrastraba con dificultad sus rechonchas piernas. –¡A trabajar!- como última expresión. Todos mis días transcurrían igual: llegar, fregar muchos trastos, cocinar, ayudar, fregar y terminar. Casi no conversaba con el cocinero. Igual no había mucho de qué hablar. Su vida supongo, había sido muy aburrida en aquel sitio. Siempre cocinándole a las bestias con olores caldosos en el ambiente. Siempre conociendo historias miserables, siempre narrándolas y siempre con las manos de viejo. ¿Por qué la prisión amurallada con seres tan peligrosos se encontraba junto a nuestro pueblo? La razón era que  ésta era catalogada de máxima seguridad y nuestro pueblo al estar en un lugar en la nada fue colocado como punto estratégico para su construcción años atrás. Había mano de obra y un lugar para su logística. Ahí llegaron personajes muy peligrosos de todo el país y lo que yo no sabía hasta que estuve en su interior era que también se pagaba la pena de muerte. Además de prisión, era infierno y purgatorio. Yo era el encargado de que todos los internos no pasaran hambre. Un día llegó el cocinero y me dijo: -Ahora serás el encargado de la última cena-. No supe bien a lo que se refería hasta que me explicó que los internos condenados a la pena de muerte tenían derecho a un último alimento. Ahora, sería un verdugo culinario. Todo transcurrió igual, no se trató de que cada cinco minutos hiciera remembranza de Cristo a la última cena, sería algo esporádico a mi entender. A las pocas semanas llegó mi primer platillo para el último instante de la vida que condenaría. Yo sería el delegado de darle un último placer, su último gustillo. Mi trabajo sería darle a esa bestia una amargura o una dulzura. Pensé en las familias de todas las víctimas, pensé en la posición del padre del hijo asesinado, pensé que me pedía por conjetura que le diera un último gusto antes de que muriera el asesino de su hijo. Pensé mucho, pensé demasiado. Pensé que el padre me pedía que sus alimentos fueran un asco, que defecara u orinara en éstos, que les escupiera, que los dejara fríos, que les mezclara cosas desagradables para que la bestia no tuviera un último placer. Llegó la hoja con el pedimento: -Huevos con jamón- decía. ¿Qué clase de persona pide huevos con jamón como última cena? Los preparé como mi madre me enseñó alguna vez en casa, sin mucha ciencia y dificultad. Fácil, sólo que no sabía si hacerlos o no con afecto. No sabía si inyectarles esa sensación de calidez a un alimento que lo hace diferente al contacto con las papilas. ¿Por qué habría de dejarle algo de sentimiento a esos huevos que yantaría un asesino de tantos y tantos? Han sido los huevos más difíciles entonces que preparé. No sabía si escupirles, si dejarle un último mensaje de animadversión hacia su ser. Un mensaje de antipatía con él y su último alimento. Bestia asesina, hiciste sufrir y ahora pagarás pues antes de que te vayas yo me encargaré de que te vayas con una sensación agria de este mundo. Hice los huevos con odio, corté el jamón con rabia mientras la cebolla me hacía llorar. Los concluí y acudí al cuarto de ejecución con el platillo. Se los di al guardia y no supe más de aquellos huevos. Nunca vi al ejecutado, no supe si éstos le habían caído mal al estómago o si los había consumido. Sólo supe que todo el aborrecimiento se concentraba en ese plato. Pasaron unas horas; ejecutado ya y el tiempo matado de otros ya estaba. Llegué a casa y no hablé mucho de lo sucedido, no pude dormir viendo el fantasma del ejecutado. Me habló en los sueños y me convirtió en pesadilla mis pensamientos. Pensé en toda la carga de preparar el último alimento de un asesino, violador o lo que fuera. Nunca lo vi, no supe quién era sin embargo me habló en los sueños subsecuentes. Me comencé a volver loco conforme pasaban los días, llegaron más pedimentos: café, salchichas, ensaladas, sodas y más. Los hice con indiferencia, con desgano y con el alma consumida. El cocinero no me decía nada, siempre se mostró frío desde que había llegado a trabajar ahí. Jornada a jornada era inundada: -Buen día- y –Buena noche-. Palabrería mecánica guiada por la costumbre. Un día el cocinero me dijo: -Ejecutarán a un hombre que todos saben que es inocente-. Yo sólo le repliqué cosas sobre la injusticia, utopía y verdades. –Chico, la vida es así- mientras sus rechonchas piernas cojeaban; se iba. Llegó el pedimento de la bestia inocente: -Vaso con agua-. Lo vi sorprendido, estaba nervioso como de esos nervios previos a un examen difícil o una sentencia de algo. No tenía un porqué pero sabía que lo estaba sin saberlo. Pensé en la víctima, en la bestia inocente, en sus pensamientos sobre su no culpabilidad, sobre su vida y lo que había visto. Cuántas veces habrá amado, cuántas veces habrá llorado, cuántas. Qué pensamientos tendrían que acontecer sobre su cabeza para pedir sólo un vaso con agua. ¿Qué ser humano pide un vaso con agua como último aliento? ¿Qué ser humano decide saborear la nada por última vez? ¿Qué es uno menos? ¿Qué significa una persona menos en el mundo? Un último vaso de agua. De haber sido un culpable hubiese tomado el agua de la llave, deseando que ésta le ocasionara una diarrea perpetua. Aunque muerto no tendría que ir al sanitario. Herví el vaso para que estuviera limpio, calenté el agua, luego la enfrié con cuidado. Hice un trabajo casi artesanal, digno de un verdadero artista. Serví el agua con cuidado, justo en un grado para que no se derramara del vaso. Coloqué una servilleta a su lado y la llevé con cuidado a unas horas de su ejecución. Yo era el encargado de llevarle su último ánimo a ese ser inocente. No lo imaginé, cómo sería o qué pensaría. Caminé por el pasillo, siendo éste tan largo como si hubiese yo fumado hierba y el tiempo se me hiciera lento. Llegué con el guardia y le di el vaso con el agua, intentando observar algo pero no logré nada. Pasaron las horas y esa persona ya había sido ejecutada. Yo había sido el encargado de darle un último gozo. El gozo de sentir el líquido refrescando sus entrañas, pasando entre sus dientes y dándole un último regocijo al estómago; no me sentí tan mal pues. La balanza aún seguía inclinada hacia los ejecutados culpables, cada comida que hacía me consumía más el espíritu, ahora entendía un poco más al cocinero y su frivolidad. Ese cierzo interno que te consume día a día y te deja ser un verdugo sin conciencia ni sentimiento. Ya había pasado un tiempo y todos en la prisión me conocían como “El cocinero del infierno”. Decían, ése es el que nos cocina, ése es el que hace los frijoles duros, ése es el que todos los días nos da tortillas con agua de comer, ése es el que da la última cena. Pasaba entre los demonios, ya no me importaba lo que dijeran, algunos me gritaban cosas y otros me ignoraban; gajes del oficio dirían algunos. Siempre llegaba casa y lo que menos quería era ver un plato de comida, la verdad es que había bajado varias libras desde que comencé a trabajar en la prisión. No me apetecía casi nada y cada bocado que daba a cierto alimento me hacía recordar la mordida de algún ejecutado, de los alimentos que yo les había preparado. Poco a poco ya no estaba tan loco como de golpe, estaba consumido, sólo deseando no seguir allí. Guisé carne, puré de patata, guisé emparedados, arroz, pescado, verdura y todo. Conocía los olores y todos los relacionaba con la muerte. Por eso me disgustaba la comida, ahora sólo el agua y alimentos inoloros e insaboros.  No, ser cocinero del infierno no era tarea fácil. Pero alguien debía hacerlo. 


J.L. Mejía

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