domingo, 15 de enero de 2012

Cuando el hombre parió


Esteban era un hijo bastardo, producto de una violación. Sucedió cuando su padre decidió quebrantar la ley impalpable de la conducción de emociones, dentro de ésta; el no poder soportar la inevitable apetencia de poseer la carne indebida, la de la mujer de algún otro o sola, pero no de él.
Sucedió una noche fría de invierno en la que su procreador, un humano cualquiera se dirigía a  casa pensando en los placeres acomplejados por el tiempo, por la vivencia que de una u otra forma lo había colocado en una situación de soledad pesante. Dándose calvario a gozo acaramelado la vio pasar a contra esquina, ella una mujer más del montón que seguramente venía partiendo hacia la morada anhelada. No pudo contenerse, no pudo, la manía lo controló y el deseo del porvenir ansiado; no probado, ése de las caricias, la palabrería romántica y la fusión que desemboca en el contacto erótico. La abordó, le escupió eufemismos, promesas, lenguaje más o menos interesado. Ella no aceptó ningún discurso, sólo pensaba en dormir. Él siguió, intentándolo una y otra vuelta a ver si, a ver si caía en la trampa del aguijón o la telaraña del usufructo. Todos los intentos fueron fallidos, a continuación de la negativa él postró las amenazas y el miedo sobre su mirada tiradas sobre la palabra. Ella con zozobra sólo dando negativas: no, no; haciendo ademanes de mutis ante la macabra escena ya acontecida y lo peor por venir. Él más molesto, pero más estimulado, esto lo hacía sentir como un animal apagando su primer plano de conciencia. La tomó por la fuerza, le dijo y le dijo, beso tras contacto y desgarre del alma le hacía. Fabricó así su impulso abriendo la herida, portándose como una bestia apartando por su tangente el trato cordial hipócrita. Ella lloró, tocó el infierno sintiendo así el dolor de la semilla maldita, ésta empuje tras empuje. Lágrima tras lágrima se escribió la historia de vergüenzas ceñidas por perros callejeros orinando, olor a putas de callejón y algún otro espiando la situación. Así la dejó allí, no sabría más de ella ni nada. Un ente más que chocaba en esta gran ciudad con otro entre saciando su sed de avidez, qué culpa tendrían los otros de su merluza interna; pero así es esto de convivir con el otro, soportarlo, amarlo, odiarlo, escupirlo, dejarlo, besarlo y quién sabe que más cosas. Se fue a casa, era tarde y pasó antes a la tiendita por algo para calmar el hambre, bien sabido que después del sexo el cuerpo pide otro placer. Saludó a la señora que atendía cordialmente, ésta siempre pensando en la buena imagen de él, como un hombre solo pero bondadoso, sin saber el producto de donde venía. Pidió algunas cosillas, fue a casa y se atragantó de la masa dulce, salda y variada. Al día siguiente se sentía diferente, no tanto por lo acontecido y remordimientos rocosos sobre la espalda, era algo más físico, más tedioso. Pasaron las semanas y seguía con su vida normal entre comillas, intentaba no pasar por el sitio de lo acontecido, tan necio en su planteamiento no pensó en lo ulterior, sólo se dejó dominar por su conciencia animal del instante. Ahora debía rodear toda esa zona y hacer una hora o más hacia el hogar. Suponía que la policía ya lo buscaba por el mal concluido, pero eso no le importaba tanto. Seguía el tedio del cambio físico, las semanas yacían con el tiempo a la par de una talla más grande de cintura y libras de más. Se sentía raro pues, su rutina del día con día era igual en todos los sentidos. Despertar, aseo, trabajo, masturbación, dos o tres comidas, ver algo de televisión y admirar alguna que otra mujer. Más el aumento progresivo del peso, así pasaron las semanas hasta que lo evidente ya era más que manifiesto: muchas libras de más. Acudiendo al doctor, contó su historial sin el ultraje de meses atrás. –No fumo, no tomo- dijo nervioso. Lo pesaron y vieron su barriga lombricienta, por decir así. -Un caso rarísimo- mutilaba el doctor la palabra sin el saber qué diagnóstico dar. Estudios y estudios, el hombre estaba preñado. Era víctima de su propio afán por apagar sus ansiedades, miedos y deseos. Qué tal el destino la jugarreta que ahora le hacía a este granuja. Seguramente una escena plausible para la víctima que ahora se convertía en espectadora. El hombre no podía creer lo que pasaba, -¡Es antinatural!- un absurdo bien dado por la vida al hígado para tumbar a la lona a cualquier escéptico. Su barriga creció y creció, daba explicaciones: -Bebo en demasía-, -Tengo problemas intestinales-. La gente lo veía, lo notaban y decían en voz baja. Él ya no salía más, ahora con su soledad era una roca más dura. Pasó más tiempo, viviendo en el espectro de las susceptibilidades. Qué pasó con la víctima, quién sabe. Ahora él vivía la factura del daño, en carne propia. Él fue su propia víctima. 

J.L. Mejía

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