domingo, 8 de enero de 2012

Cura a la insensatez


-¡Descubrí la cura!- gritaba aquel señor inventor por toda la casa. Evocando a Arquímedes -¡Eureka!- sólo que el inventor no corría desnudo por toda la casa. Acudía rápidamente con su esposa, la besaba y rozaba como nunca antes lo había hecho, ni pensarlo en su día de bodas o del anillo de compromiso.
Ésta le protestaba a la par de los intercambios carnosos. Él, con emoción decía – ¡No te enojes mi amorcito!, es que he logrado un descubrimiento que cambiará por completo a la humanidad-. Seguramente ni Pasteur, Fleming o algún otro igualaban el nuevo hallazgo. A la par del festejo individual, su esposa preparaba el desayuno con el aceite caliente y huevos, haciendo onomatopeyas al primer contacto con el calor. La esposa decía –Espera, espera, pero qué has descubierto o encontrado-. A lo que él respondía –Mi amorcito es una cura, pero qué digo cura, una súper cura. No te la puedo decir aún pues está en periodo de prueba, pero si estoy acertando créeme que será la medicación y erradicación de tanto mal- concluyó. Desayunaron y conversaron sobre otras cosas triviales, de las irrelevantes: hipotecas, pagos varios, gastos y cosas del mundo crediticio, del mundo adulto y aburrido. Su esposa le decía mientras pasaba un trozo de huevo con jamón –Ahora con este nuevo descubrimiento o esa cosa tuya seremos ricos mi amor-. El inventor, resbalando el café tibio en su esófago replicó –No mi amorcito, recuerda que juré firmemente ante la tumba de mi padre y ante todo que el dinero jamás me movería, me interesa contribuir en la medicina y la vida de las personas- remató mientras sorbía más bebida tibia. El inventor ayudó a fregar los platos mientras éste pensaba qué seguiría ahora que estaba tan cerca de conseguirlo. No deseaba que las grandes cadenas de droguerías y boticas hicieran negocios sucios, robarle su cura y comenzar a hacer dinero a costa de muchas personas. Sin embargo luego reflexionaba más hondo y gritaba -¡Claro!, pero si esta cura libra el mal que deseo, entonces eso no pasará-. Más bien era una hipótesis superflua realizada al momento de sentir el agua enjabonada sobre sus manos, estaba claro que podía o no pasar. Después no siguió pensando demasiado y sólo se dedicó a quitar sobrantes de los platos. Una vez que pasó el tiempo, acudió a su sitio de trabajo, era un espacio pequeño justo al lado de la habitación compartida con su amorcito, la hizo al siguiente día que lo despidieron del empleo en aquella empresa farmacéutica líder, sin embargo por cuestiones ajenas a él, perdió su empleo y sólo le dieron un cheque junto con las gracias. Fue así como comenzó a taladrar al siguiente día, hasta de albañil, arquitecto y algo de ingeniero le hizo construyendo su propio espacio, obviamente su esposa pensó que estaba totalmente loco, no obstante terminó en unos meses logrando así un nuevo espacio de quehacer. -¡Qué bien, sólo me levanto y en menos de veinte segundos ya estoy en el trabajo!-. No tenía que acudir con algún traje, trabajaba muchas veces en pijama y en ocasiones con las costras de saliva sobre las mejillas. Ya encontrada la cura debía realizar pruebas, ese día hizo hipótesis y probó en sí mismo la sustancia, realizó anotaciones, diagramas y suposiciones. Quería que todo fuera perfecto, era de su conocimiento que este logro trascendería para el bien de la humanidad, pero aun así sabía que no se podía confiar de la misma así como así. Al siguiente día mientras su esposa despertaba y bostezaba, éste acudía a su lugar de trabajo como normalmente lo hacía, se veía en algún espejo pero no sentía ninguna diferencia, no era como suministrarle a un enfermo cierto antídoto y se vería una mejora sustancial, con la cura del inventor era diferente pues no se sentía ningún cambio físico, por lo que decía –Creo que he fallado-. No había aumentado de masa muscular, tampoco coloración de iris, mucho menos algún síntoma en los órganos, todo seguía igual. Sólo decía ante el espejo –Parece que he subido unos kilos de más-. Su amorcito ya hacía el desayuno, mientras el inventor colocaba en diversas tablas los efectos vistos al día siguiente –Ninguno-, sin embargo sabía que debía esperar un poco más. Pasó el día y no pasó nada, no se sentía mejor ni peor, tampoco se sentía enfermo o algo. Desalentado pensó que el tiempo y esfuerzo habían sido en balde, no pasó mucho de aquel pensamiento cuando súbitamente escuchó un ruido en la calle. Salió disparado para ver qué había sucedido, de la nada vio un accidente vehicular, poca gente en la calle veía asombrada pero no hacían nada, el inventor como si tuviera un botón de automático para ayudar, acudió al auxilio de los conductores, mantuvo la cordura y pidió ayuda de otras personas, llamó a una ambulancia y ofreció asistencia. Al final de todo el acto anterior el inventor estaba muy sorprendido; aunque no era una mala persona, entiéndase alguien que daña a un tercero o saca provecho con dolo, nunca antes había ofrecido su ayuda directa, le gustaba ayudar pero desde su trinchera, nunca una ayuda en el momento o tal vez algún heroísmo inmediato. Siempre podía tal vez más el miedo del espanto momentáneo, el nervio o algo que no lo dejaba asistir cuando situaciones así sobrevenían. Su amorcito arribó más tarde, llegó del mercado a lo que él estaba verdaderamente extrañado, decía –Hoy he ayudado a unas personas en un accidente-. Ella contestó –¡Ay!, pero qué tal que te pasa algo-. Inmediatamente el botón del escrúpulo se activó de nuevo y el inventor replicó –Es valioso saber que el otro es más importante que uno-. Para aquel instante, la esposa ya estaba entre sorprendida y algo molesta por refutar una preocupación, nunca antes lo había hecho de tal manera, lo del dinero sí, pero decir que el otro es más importante que uno, eso jamás. El inventor comenzó a pensar durante la noche, rodando sobre las sábanas y enredándosele alguna cobija entre las piernas, reflexionando y cavilando. No pudo dormir mucho la noche anterior, pero era un nuevo día y físicamente seguía igual. Anotó en otra tabla las dos acciones realizadas el día anterior, lo de la ayuda y lo de la respuesta a su amorcito. Ya comenzaba a sentirse raro mas no físicamente, mental sino moral. -¿Cómo se mide eso? No lo sé- se respondía a sí mismo. Durante el día hizo informes y algunos análisis de sangre, cuando de repente sonó el teléfono, era un hombrecillo del banco, no de los que llaman para ofrecer créditos o plásticos, era de los que llaman para cobrar algunos pagos vencidos, también el inventor tenía deudas. La esposa se hacía pasar por otra persona –No señor, aquí no vive nadie con ese nombre-. El inventor al escuchar, le preguntó a su amorcito quién era, ésta con señas y muecas le hacía notar que era algún hombrecillo banquero, él le arrebató delicadamente el teléfono y comenzó a escuchar, pasaron unos segundos –Sí, sí, entiendo… sí, claro, bien, entiendo. Mire, soy el señor que busca y entiendo que no he pagado, me hago total responsable y acato las acciones que ustedes por cuestión de contrato tomarán, haré el depósito de las deudas hoy, gracias-. Su esposa ahora estaba doblemente extrañada, imperiosa decía -¡Qué!- a lo que él respondía –Debemos hacernos responsables de esas deudas contraídas- mientras andaba a su sitio de trabajo. Para ese punto, la esposa no podía creer lo que pasaba, era obvio que se podían evadir a los cobradores, pues mucha gente lo hace, siempre colocando un poco de ingenio en el asunto, por qué razón el marido hacía esas cosas. Así pasaron varios días y el inventor trabajaba, anotaba, concluía y sus acciones cambiaban, comenzó a ayudar a algunas personas en asilos, albergues y orfanatos, socorría a ciertos animales, desechó inventos que a su criterio no generarían ningún beneficio al todo, es decir al humano, animales y al mundo total. Le gustaba plantar árboles, regarlos, evitar usar el automóvil y comenzó a cuidar su alimentación dejando ciertas cosas tóxicas que sabía que lo dañaban, las consumía antes. Pasaron algunas semanas, sacó más conclusiones y anotaciones, llenó muchas tablas y realizó gráficos, sabía que la cura era fiable y sobre todo posible para todos. Su esposa ya estaba para aquel momento demasiado asustada, sabía que de continuar así irían a la calle pues el dinero se terminaba y el inventor lo usaba para otras cosas tontas según ella, menos la supervivencia y algún lujito. Una mañana siguiente, el señor inventor salió temprano dirigiéndose a su ex empresa, la misma que le había dado una patada y un cheque, las gracias también. Pidió una cita con los jefes, ésta fue negada. Esperó con mesura pero nada, se fue del sitio y comenzó su cruzada de presentación. Al final nadie quiso recibirlo, los pocos pensaron que la cura era una tontería. Preferían invertir en tapones de los vicios instaurados, enfermedades que redituaran con su cura. Entonces él mismo inició un combate contra la necedad generalizada. Colocó una pequeña mesita y algunos anuncios, hizo unas palabras –La cura contra el mal del todo- –La dosis de la reflexión- -La cura a la insensatez-. Nadie se acercaba, pensaban que estaba loco, finalmente su esposa lo veía algo acongojado sobre la banqueta, dándole un beso en la mejilla le decía –Amor estoy muy preocupada, no sé qué te pasa, pero te quiero y sabes que estaré contigo hasta el final, dime ¿Qué es lo que has descubierto? ¿Qué cura tu famoso invento?-. Él, extenuado sobre la acera, decía –La cura, es una dosis de conciencia-.

J.L. Mejía.

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