sábado, 17 de diciembre de 2011

El mojado

Salió de su casa bien temprano, a eso de las 4:00 a.m. de algún día sin mucha importancia; algún 3 de Marzo cualquiera.  Marcaba el reloj la hora con letras rojas; empotrado bajo la imagen de la virgencita de Guadalupe.
Su madre había puesto esa fotito que algún partido político le regaló durante algún acto de campaña de hace unos años atrás ya. Pegaba el frío duro, calando hondo hasta los huesos, se sentía hasta en los vellos del esfínter. Nada que el café, el buen café casero no quitara momentáneamente. Su madre padecía el suplicio interno mientras se lo preparaba con leche dada por el gobierno pues, su hijo se iniciaría en un viaje lleno de contingencias, trances, amenazas y quién sabe cuántas cosas más. Allí, él pensaba en lo que vendría, todo; pero sabía bien que estaba preparado pues todo el soporte del padecimiento y pena pasado lo secundaban, todo eso era su currículo de vida. ¿Dolores? ¿Padecimientos? ¿Llantos?, ¿qué son esas cosas de parque de diversiones para él? Que todo había visto ya. Desde niño había quedado huérfano, siempre saliendo adelante, dándole duro a esa cosa llamada vida sin saber más que de trabajar para calmar la tripa. Placeres, han sido pocos o nulos. Pocos años cursados en el colegio, salía y trabajaba, regresaba, alguna riña con otro niño por una tontería, expulsado, trabajar, volver al colegio y así hasta que su madre no pudo más. Lavar ajeno ya no dejaba para yantar, la comida era más de volumen que de calidad nutricional. ¿Calorías? ¿Proteínas? ¿Lípidos? Nada de eso, el chiste es llenarse para seguir. La pobreza la conoce bien, ha sido su consorte desde el nacimiento, su madre se la presento y ahora no se ha podido divorciar de ella, se lamenta pues sabe bien que todo puede ser mejor. Todo esto mientras bebe el café con leche del gobierno, la que alguna vez fue acusada de contener heces por algún medio de comunicación, qué importa; es alimento. El reloj marca las 4:20 a.m., ya es tarde pues debe salir antes de que el gallo saque el primer ruido. Le da alguna mordida a algún bolillo duro, éste de dos días anteriores, duro como piedra pero sabroso como pan de Rey. Empaca algunas cosas, un pantalón más, algunos calzoncillos, playeras, cosas sin importancia. No posee mucho, todo lo que posee es de su novia la miseria; la escasez es lo que hay y no hay más. Levantándose de la silla medio vieja, cruje mientras las rodillas se enderezan, le dice a su madre: “Listo madre, me voy”. No hay tiempos para sentimentalismos, quebrantos del corazón, dolores de esófago u ojos rojos, él sabe bien que debe hacerlo pues sólo así podrá mejorar la vida de él y la de su madre. De trabajos en su tierra natal ni de qué hablar, ya la ha girado de todo como diría la jerga vulgar. Desde niño comenzó, le ha hecho de bolero, de repartidor de periódico, ayudante de expendio, campesino, albañil, mil usos y garrotero en un burdel. Partía así, recibía la bendición por parte de su madre, ésta le daba una imagen de un Cristo clavado en una cruz, sangrando él, sintiendo el dolor que ahora ella sentía por perder a su único hijo, se sentía culpable pues sabía que ella lo había traído con la miseria, sin embargo las circunstancias habían sido así, alguna vez ella fue joven y algún hombre la enamoró, le habló bonito y le dejó el hijo que ahora se iba a buscar un futuro mejor. El hombre que la preñó, sólo había sido de una noche, de esos amores caprichosos y lastimosos. Así, el hijo partió, llegó a la terminal de autobuses más cercana con el poco dinero que había logrado ahorrar meses atrás cuando trabajó en las milpas de sol a sol. Tenía sueño, pero sabía que éste era un aliciente más para dejarlo varado en la necesidad. Compró un boleto para alguna ciudad fronteriza, no había un plan; ya el tiempo y las circunstancias dirían. Durante el trayecto no había audífonos, alimentos para matar la lombriz o alguna otra distracción; sólo sus miedos fundados en arrojo para retar a la vida, la ingrata vida. Por su mente mientras veía paisajes paseaban tantas cosas: Él sintiéndose fracasado, él sintiéndose Dios, él sintiéndose puta, él sintiéndose soldado, él sintiéndose rico, él sintiéndose el loco asesino; multiplicidad de elementos rondaban su mente mientras tapaba el sobresalto. Abrazando su pequeña mochila con algún logo de marca deportiva y algún borde desunido, el cierre ya no cerraba bien; así que lo unía con sus dedos para que algún aprovechado no le robara lo poco habido. Pasaron algunos retenes militares, los de la seguridad nacional. Los bajaban, les preguntaban, les esculcaban, les decían. Él no escuchaba, sólo pensaba en cómo llegar o cómo sería todo por el otro lado. Otros retenes, ahora de la policía, otra vez los manoseos y las palabrerías. Al final llegó a un pueblo más o menos fantasma. Casi todos los del camión irían al mismo sitio: El motel barato donde además de dormir, recibirían información de coyotes para cruzarlos por cierta cantidad en metal. Así llegó a aquel sitio; no, no había teléfono celular para avisar a mamá que ya había llegado con bien. El único mensaje que recibiría mamá de certidumbre sería el primer cheque cobrado, la segunda opción sería el ataúd. Una vez en el motel barato pidió una habitación, más que habitación parecía un cuchitril. Había en un cuarto con una veintena de tipos, todos hombres, unos fétidos, otros enfermos, otros normales, otros menos. La mayoría eran mexicanos, aunque había hondureños, salvadoreños y otros más. A todos los unía una cosa: La carencia. Unos conversaron, otros no, otros más aprovecharon para beber vino, por así decir pues era pulque o alguna cerveza barata. La miseria no era caritativa, la miseria era una ramera, pero no del punto de vista sexual, sino del punto de vista de la ingratitud con estos jodidos por las circunstancias. Todos rostros morenos, serios, calentados y calados por el tiempo, el tiempo que marcaba el reloj diciéndoles: “No te queda de otra”. El joven durmió poco, no pudo pues existieron ronquidos, algunos lamentos y el abrazo de la añoranza con la soledad, es el abrazo del diablo. Al día siguiente partieron bien temprano todos, unos pocos se fueron por su cuenta pues confiados en que podrían solos o tal vez contaban con algún contacto más efectivo, más artero. Él no, él jalaba al parejo de todo el grupo de desconocidos mexicanos y centroamericanos, sólo sabía que solo, solo no la haría. En esta mañana no había café casero, sólo había el sabor al sarro matutino todavía sin endurecer por el tiempo, ni modo, a pasarse la saliva para calmar la panza. Llegaron con un coyote, les pidió a todos una fuerte cantidad en líquido, él y todos sabían que la cosa era así y el que no quisiera, allí estaba el desierto con su letrero de: “Bienvenido al infierno”. Cada uno pagó, sin saber que muchos le daban la llave al verdugo o en su caso a su cruel destino que los saboreaba. Algunos morirían de hambre, otros ahogados, otros por el sol, otros por el frío, otros más por algún animal irracional y finalmente los últimos por algún animal racional. Ni pedo, así decía el joven, hay que entrarle a lo que sea con tal de salir adelante, hay que agarrarse los huevos. El coyote les dio algunas instrucciones, les dijo los problemas y los riesgos pero les aseguró que llegarían del otro lado y allí ya sería cosa de que ellos le buscaran. Subieron a un tráiler y fueron arrumbados con cajas llenas de aguacate. Hacía mucho calor, un chingo así decían los mexicanos. Comenzaron los olores humanos, los del sudor con mezcla de culo que ¡Ah cómo joroba! Pero bien saben que no viajan en primera clase. Pasaron varios retenes sin ser detenidos, perros y policías gringos hablaban en inglés, ninguno entendía. Algunos de los pasajeros se comunicaban en su lengua indígena, aunque la mayoría lo hacía en castellano. Los perros daban miedo, los gringos más, pero el ser pescado y deportado era el pavor más tétrico. En algún retén ya en territorio del país visitado un policía escuchó algún ruido, ordenó abrir la caja del tráiler y observar, el perro olfateó algo, sería ese olor de sudor con culo tan característico y más de los pobres, de éstos. Bajaron a todos, aunque era sólo un policía ahora controlaba a un grupo grande de seres humanos. En un descuido, algunos corrieron y comenzaron las primeras bajas, el joven corría y corría, ¡pum! Caía el primero a su derecha, ¡pum! Caía otro más que le cubría la espalda, ¡pum! Cerca le daba la tercera bala; mientras el policía vociferaba: “Fucking wetbacks!”, no éste no sabía lo que era trabajar de albañil, campesino, bolero y garrotero durante una vida, una vida dura. El joven logró huir con un grupo reducido de quién sabe qué nacionalidades eran ya, ahora sólo una cosa los unía: El miedo. Algunos ya habían perdido el primer y segundo asalto de esta historia tan lúgubre. Se perdieron en el desierto sin nada más que sus cuerpos, comenzó la caminata tan larga. Algunos comenzaron a rezagarse, quién los mandaba ser tan débiles, la vida no los había curtido bien como a otros. El joven se quedó dentro del grupo de los que jalaron juntos, eran unos cinco. No hablaban mucho, no se organizaban, no nada. Sólo andaban y andaban como si supieran hacia dónde, pero no; no sabían. Ya era un poco tarde por lo que el sol no pegaba, decidieron parar por alguna voz con acento hondureño, éste les contó que su hermano había cruzado años atrás y le había comentado que lo mejor era caminar de noche, algún mexicano replicó que en la noche salían alacranes y serpientes que podían morder, otro mexicano afirmó lo anterior, un salvadoreño defendió la idea del hondureño. Todos hicieron mutis, nadie dijo nada más. El joven no dijo nada, no había pláticas bellas sobre mujeres, sexo, alcohol o peleas. Sólo esperaban para seguir. Tampoco hubo palabrerío sobre los caídos, éstos quedarían allí, hasta que los buitres les arrancaran hasta el último pedazo de pulpa. Cayendo la luna siguieron, no se veía nada. La luna era el foco sin luz y las estrellas eran las únicas deponentes de futuras caídas. Caminaban y caminaban, parecía el camino al socavón del óbito; la marcha fúnebre. No había tiempo para lamentos por lo pasado, sólo quedaba ver para el frente. Durante la noche no pasaba mucho: ruidos macabros y el sonido del silencio los acompañaba. Ciertamente estar allí acompañado de desconocidos era mejor a estar allí completamente solo. Qué hará su madre en ese momento, no sé, tal vez rezarle a la virgencita. De la nada se escuchó un grito ¡Ay! Una mordida de serpiente, uno de los mexicanos caía gritando. Los centroamericanos y mexicanos no sabían qué hacer, los primeros decidieron no quedarse pues, se arriesgaban a que el sol se los comiera más tarde; así partían. Se quedaron tres, solos, uno mordido y otros dos sin saber qué. Al instante le hicieron labor deslucida de curación, no sabían ni qué hacían, pero al menos era mejor que no hacer nada. Decidieron cargarlo hasta llegar con un médico, pero luego reflexionaron y supieron que las condiciones no serían así, había un sólo destino para ese pobre hombre: Morir. Decidieron dejarlo, mientras el otro les gritaba: “¡No mamen! ¡No sean cabrones! ¡Hijos de su puta madre!”, no había otra opción. Así de infame era esto, tan execrable y bellaco que dan ganas de llorar. Seguramente murió esa misma noche, no supieron ni su nombre pero seguramente pereció con sus dolores, calenturas y alucinaciones últimas. El joven y el otro mexicano siguieron su camino sintiéndose las peores escorias, viles seres sin alma. El joven, había dudado en dejarlo, pero pudo más la decisión del otro mexicano que hizo el amago de dejarlo solo con el mordido. El joven tuvo miedo, el miedo lo cegó, lo hizo sentir una rata acorralada y la primera decisión tomada había sido irse. Pasaron los pasos y las suelas siguieron desgastándose, ya habían descargado sus heces un par de ocasiones antes, las vejigas igual. Era el descanso de la carga sin la entropía. Siguieron y siguieron, así llegaron a cierta altura de un río. El mexicano declaró la necesidad de nadar por él, el joven se negó arguyendo que no sabía nada. Esto le importó poco al mexicano que se hundió en el río dejando al joven solo, con el abrazo del diablo de vuelta. Así, poco a poco se alejó el mexicano, el perro egoísta interesado en sí mismo. El joven estaba en alguna parte de aquel sitio sin saber dónde. Tuvo que rodear el río y seguir a pie adentrándose más al desierto, caminar y caminar hasta que los pies no le daban más. Olía mal, pero eso no importaba pues no había ninguna chica linda esperando ser cortejada. Uñas enterradas, callos como piedras, rodillas que parecían sin cartílago por el dolor y la fricción continua. Deambulando por allí, algún sitio que tal vez ningún ser humano en la historia del planeta había puesto su huella. El joven veía a lo lejos unas luces, se emocionó pues pensó que lo había logrado, finalmente después de tanto suplicio llegaba al sitio que le ayudaría a ser mejor, a ser un hombre de verdad. La luz no era más que la cercanía con el deceso, una bala de algún animal racional le daba en la espalda, otra más. ¡Pum! ¡Pum! Se escuchó el tronido mientras el cañón escupía fuego. Brotó sangre, brotaron gritos, brotó tierra al caer. Él quedó tirado, el flujo salía de su espalda. Quedó esperando su final, salió una lágrima mientras el agente federal observaba la imagen unos metros atrás. No, éste no sabía todo el dolor del joven, no sabía sobre la madre rezándole a la virgencita, no sabía sobre el hambre y la miseria, no sabía nada de esto. Quedó tirado, uno más para la estadística del informe de gobierno, uno más para la morgue, uno más para el alimento del animal irracional, uno más para el informe del animal racional.  

J.L. Mejía.

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