domingo, 11 de septiembre de 2011

Años del -yo-

-Yo-, nació en algún año.  El –yo-, era un recién venido al mundo. Le fue seleccionado un nombre, colocados apellidos. Ahora tenía un –yo- para identificarlo, sin embargo en –yo-, había dos, el –yo externo- y el –yo interno-; entonces ahora había una forma de enlace con el exterior, pero el interno no había forma de definirlo.

-Yo externo- sería el mismo desde el nacimiento hasta la muerte. Sólo cambiaría el cascarón en función del tiempo. –Yo interno- no sería el mismo desde el nacimiento hasta la muerte. Cambiaría en función del tiempo.

-Yo externo- tenía un nombre, una forma de peinarse, cierto vestido, cierto lenguaje, poseía expresiones. Jugaba, recibía imágenes que eran procesadas por el interno. Recibió cierta educación, su -yo- se amoldaba con el tiempo, un día un pelo de un color, un día del otro, un día un diente aquí, otro no, un día sin sarro, un día con, un día derecho, después encorvado. El yo externo cambiaba, pero era él, el mismo. El –yo externo- volteaba por impulso a la escucha de su identificación. Cuando pequeño, lo llamaban en diminutivo, gustaba de jugar con otros –yo externos-, todos poseían identificación externa pero no interna. Los –yo externos- definían la belleza en función de un modelo a seguir. El –yo externo- ya no sería tan personal, tan identificable, sería como copias, ésas que sólo hacen la diferencia por alguna característica. –Yo externo- crecía y cambiaba su forma de verse, pero seguía siendo él. Estudió, trabajó, fijó su vista en otro –yo externo- y formó una alianza de tiempo. –Yo externo- era un adulto, poseía cambios en el color del cabello, en el aliento, en el color de los dientes, en el color de piel, en la forma de vestir, pero seguía siendo él. Ahora ya no jugaba como antes con otros –yo externos-, ahora discutía y conversaba. Al paso del tiempo, -yo externo- tenía muchos años encima, ya era blanco el cabello, más jorobado pues parecía un signo de interrogación final. Pero siempre fue él, aún cuando murió.

-Yo interno- no tenía un nombre, era cambiante, era volátil, era saltante. Un día se pensaba algo, al otro se pensaba otra cosa. Recibió cierta educación, su –yo interno- cambiaba a diario con el tiempo, un día algo, después algo más. El -yo interno- cambiaba, pero no era él, siempre cambiaba. No se podía encasillar en una definición de sí mismo. El -yo interno-, no acudía a los llamados por una identificación, nunca se conocía al cien, siempre dudaba si era más de algo o más de otro. Cuando pequeño, no se lo preguntó, sólo vivió con ello. Cuando estaba con otros –yo internos- era cambiante según el -yo interno- del otro o según la situación, siempre cambiante, nunca fijo. El -yo interno- tampoco sería en muchos casos muy personal, pero si era más que el –yo externo-. Era más sencillo ser infiel al –yo externo-. –Yo interno- crecía y cambiaba su esencia. Ya de adulto, era tan diferente al –yo interno- infantil, nada que ver. Como si fuera otra persona, cierto que era ligado a, pero no era el mismo. El –yo interno- llega a viejo a la par del –yo externo-, tenía años encima, experiencias, ideas, dolores, sufrimientos, risas, alegrías y demás. Pero nunca igual al espectro de –yo interno- de toda la vida. Nunca se puedo definir el –Yo interno-, aún cuando murió.

Jorge Mejía

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