lunes, 26 de septiembre de 2011

Devora libros

Él siempre portaba un libro a cualquier sitio donde fuera. Un día portaba –Camino de Los Ángeles-, lo devoraba y al siguiente día ya tenía entre el sudor dactilar –Hotel Savoy-, éste era fácil.
Luego –Las buenas conciencias-, éste costaba más días, más tarde –Arráncame la vida-, no le agradaba tanto pero igual lo leía. Así era este devorador de libros. Le gustaba leer y releer todo el tiempo. No tenía trabajo, sólo se dedicaba a leer líneas, tipos de letras diferentes, grosores varios, olores de hojas a todo. Los pocos centavos que tenía los gastaba en libros, usados, algunos nuevos, otros tantos a la mitad. En una ocasión compró un libro, se llamaba –De qué hablamos cuando hablamos de amor-. No le atraía el tema de –Amor-, pero igual lo compró, éste le atrajo pues pensaba que el libro lo escogía por alguna u otra razón inexplicable, era pulsión. Se decía a sí mismo –Hay cosas que simplemente no se pueden explicar, dios, el color del refresco de cola, el poder del mundo, las mujeres-. Este libro, era una de esas cosas sin explicación, al final lo tomó de la librería de aquel viejo. Su librería olía a humedad con polvo, ese olor de paso de años, como a casa de abuelos; todo está arrumbado, olvidado, empolvado y agrietado. Lo tomó y pensó –La portada es fea-, pero sabía que sería tonto juzgar un libro por el empastado y el color feo, lo tomó, lo hojeó, leyó el final  y vio algunas palabras que más o menos le agradaron. Lo pagó y durante el camino lo iba comiendo, casi tropezando con la señora gorda, con el joven de la nariz graciosa, con el señor de la corbata azul, con el perro vejado por la vida, con la banqueta mal pintada, con la coladera dura y sucia. Para la noche ya lo había terminado, reflexionaba en su cama mientras se escuchaba de fondo una melodía –A whiter shade of pale-, no la sabía pero igual hacía el sonido con los labios –TuruTaraWiWooah-. Se sentía tranquilo, pensaba qué pensaban todos esos escritores al momento de escribir eso que era su manjar. Un día este libro, otro día este otro y los autores qué sentirían. Amaron, sufrieron, rieron, tenían sarro, tiraban gases. –No eran perfectos-, se decía a sí mismo. No, no lo eran, por eso escribían. -Qué sentiría un escritor famoso, un Nobel- pensaba, igual seguiría desayunando lo mismo o tal vez ahora se cuidaba para verse mejor ante las cámaras. Qué pensarían todos aquellos que escribieron sobre esos personajes que ahora lo marcaron y que él tenía un poco de los mismos. Un día sentía que era uno, al siguiente otro, un día parafraseaba lo que decía el siguiente. Sin duda, todo lo que había saboreado ahora lo saboreaba a él. Cada vez que pasaba a las librerías era navidad, cumpleaños, santo, primera comunión, confirmación, graduación, primer año de novios y todas las festividades donde a uno le regalan cosas. Sólo que los regalos, los hacía a sí mismo. En una semana todas las festividades y a la siguiente se repetirían. El lunes navidad y se regalaba –Todas las familias felices-, el martes era el primer año de novios con el ser imaginario e inexistente, se regalaba –Lodo-, el miércoles era día de reyes y se daba tres libros por cada rey mago, así sucesivamente. Llegó a casa por la noche, venía cansado. Tomaba algún libro, lo leía aunque no fuese de su interés, lo comía y lo saboreaba. -Sabe a tal cosa- decía, no me gusta. Sabe insípido, este sabe dulce, este otro muy empalagoso, este sabe muy picante, otro muy ácido. Sus favoritos, eran los que le dejaban una sensación agridulce, esos libros que lo dejaban sin conclusiones inmediatas, que durante la lectura lo hacían reír y abrumarse.  Le gustaba devorar libros y libros. Todos tenían texturas y sabores diferentes y eso era lo que le gustaba. 

Jorge Mejía

No hay comentarios:

Publicar un comentario