miércoles, 7 de septiembre de 2011

El día que dije -No-

Cuando tenía como quince años, me gustaba jugar futbol con mis amigos. Ellos tenían cerca de diez u once años, yo era el mayor.
Éramos alrededor de diez, siempre nos gustaba jugar en la calle pues era una calle tranquila sin mucha afluencia de autos, la mayoría de sus madres no los dejaban ir más lejos a buscar una cancha de pasto, por ende jugábamos allí. Colocábamos dos piedras simulando los postes de portería, teníamos un balón bastante raspado por el roce con el pavimento, botaba bien y cuando uno le pegaba con la cabeza no sentía tanto dolor. Jugábamos, reíamos, nos la pasábamos bien. Un día por la casi noche, llegó un señor en su auto con su madre, aparcaron su automóvil cerca de un garaje y se acercó a uno de los niños que estaba jugando como portero y le dijo –Te voy a pedir que se vayan-, el señor de unos treinta años; su madre de unos cincuenta. Al principio, todos seguimos jugando sin percatarnos. No estábamos molestando a nadie, no había golpes a casas, ni mucho menos estorbábamos su entrada. Era un simple capricho, venía de malas, le molestaba ver un montón de niños jugando, a su mente provenían sus amarres infantiles no superados, no lo sé. El hecho es, que nos quitó el balón y se acercó a otro niño a llamar la atención. Por lo que, mi primera reacción fue preguntarle –Qué pasa- a lo que me miró de reojo y prosiguió –Quiero que se vayan, pues vengo muy cansado y no quiero escuchar sus gritos-. Yo le dije –No-, y allí comenzó todo el problema. –No qué-, me preguntó. –No nos vamos a ir, estamos jugando-. Pensaba que con el hecho de tener más edad, más poder, cierto ingreso, un patrimonio, poder de decisión, votar en las elecciones, conducir, tener un empleo y cierta experiencia podía a sus anchas simplemente como un zar o un autoritario sacarnos de un lugar que era público y no molestaba a nadie. De primera, se enfadó y su madre por detrás del automóvil me gritó – ¡Muy valiente escuincle pendejo!-, a lo que voltee y le dije –Sí-. No me interesaba el heroísmo, sólo quería dejar un mensaje en todos esos niños de no dejarse aplastar por un capricho. El conflicto cierto fue por una tontería, pero la tontería no era el hecho, el hecho es la representación de lo injusto. El señor prosiguió y me dijo –Mira cabrón, no te pases de listo- y se acercó a mí, por lo que yo di algunos pasos hacia atrás. Yo seguí –No nos vamos a ir-. Él en un tono más imperativo me dijo –Mira güey, no te hagas el macho porque te va a ir mal-. No entendía que no me interesaba hacerme el macho o el valiente, sólo deseaba no dejar que se saliera con la suya. Cierto es que con la situación actual de México, algún mayor me hubiera dicho –Para qué te expones, si te saca un arma y te dispara-, bueno no sucedió así. Cualquier persona así está a la orden del día. Intentó dos o tres veces acercarse a mí, afirmando que no me iba a golpear, sólo deseaba decirme las cosas cerca. Sí, seguro. Su madre gritaba cosas, alegaba, decía, insultaba; siempre detrás del automóvil. Al final les dije –Vergüenza les debería dar, el ejemplo que son para estos niños, hablando así y ensañándose con alguien de quince años-. Ese comentario caló hondo, dolió, hirió, los puso en entredicho. A esa señora, mujer ejemplar que rondaba el perdón de su dios todos los domingos, que hacía la comida, los quehaceres del hogar, que conversaba sobre cosas maduras con amigas, le había dolido ese comentario. El señor, empleado, con cierto ingreso, opinión ante el noticiero de las diez de la noche, aficionado de corazón de algún equipo de futbol, le molestó de sobremanera que un niñato, crío, chavo, pibe, joven o cualquier sinónimo les hubiera dicho algo así. Al final, intentó tirarme algún manotazo sin lograrlo, me dijeron que llamarían a la policía y entraron a casa. De qué había servido que él llegara cansado y estresado, si ahora ya estaba peor. Una tontería por otra tontería, no se ganó nada. No hay heroísmo, no hay humillaciones, no hay nada. Sólo el decir –No-. Nos fuimos al poco tiempo, nadie comentó nada, sólo jugábamos. De vez en cuando me encontraba al señor en la calle, él en su bestia motorizada me insultaba, me gritaba cosas o me acercaba con velocidad la misma, yo lo ignoraba. Sabía que era el precio por decir –No-. Eso a la gente le cala y le cala hondo.

Jorge Mejía

8 comentarios:

  1. Me gustó el relato. Me gusta como describís a los adultos... Yo también tengo un cierto "rechazo" por el pensamiento adulto, o por aquellos que creen tener más autoridad por ser más grande. Te invito a que pases por mi blog: www.porpensarsolo.blogspot.com Nos leemos. Saludos desde Argentina.

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  2. Víctor, un saludo. Me alegro que te haya gustado. Cierto es lo que dices, la autoridad y la doble moral en la misma. Bah...
    Me daré una vuelta por tu blog, gracias.

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  3. Juan Castor
    Carajo. Me encanto primo.
    Decir No con una mirada temblorosa o firme, escudriñando al contrincante o tratando de evitarlo, de atrevimiento o de lastima, humilde, condescendiente, pendejeandolo o no, o como sea, siempre será un No.
    Felicidades.

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